Pues el nombre le viene que ni pintado.
Ayer di un paseo, como otros años, por la espectacular Feria del Libro 2013 en Madrid situada tradicionalmente en el Parque del Retiro.
Es una oportunidad que no puedo dejar pasar para golismear entre los cientos de puestos y descubrir alguna cosa interesante o que despierte mi interés de algún modo. Eso incluye ver en persona a algún ser ilustre, lo que siempre puede contribuir a la satisfacción de mi ligera tendencia a la mitomanía y a la necesidad de mantener una (cortísima) conversación irrepetible.
Sin embargo, mis queridos drugos, por primera vez me pasó algo inimaginable para mí: me sentí agobiado y decepcionado a partes iguales. Achacaría a la crisis el hecho de que uno de mis sitios favoritos para comer en Madrid, El Lacón, estuviese casi vacío un domingo a medio día de no ser por la tremenda marea humana que se había lanzado al consumo desbocado de celulosa impresa y encuadernada.
¿De repente tres millones de personas en Madrid han despertado su amor e instinto literario por delante de la tendencia a la cerveza y las raciones de bravas dominicales? Por desgracia la respuesta no es la que me gustaría.
Entre la rugiente marabunta había miles de personas de todos los ámbitos que podamos encontrar en Madrid, las cuáles se confundían a ratos con los putrefactos seres de The Walking Dead, formando inacabables colas en algunos de los stands donde algún personajillo firmaba ejemplares. Fue entonces cuando descubrí la triste realidad: de cada cinco stands, uno estaba dedicado a la parapsicología, la homeopatía y los libros de Punset, mientras que en toda la feria me costó encontrar un solo puesto dedicado a la Ciencia o a la ingeniería.
Siguió mi estupor cuando vi que en algunos puestos había personas de talla elevada, desde políticos que han formado parte importante de la historia reciente de España, como Alfonso Guerra, o escritores de los de hacer reverencia doblando el lomo, como mi quasi-paisano Muñoz Molina, hasta impresentables pero no por ello precisamente incultos como Sánchez Dragó, a los que prácticamente ni el Tato hacía ni puñetero caso. ¿Pero cómo podía ser?
Sin embargo, creí ver la luz y cierta esperanza cuando ocho o nueve stands más adelante, había una auténtica marea humana que pretendía saludar y llevarse algún autógrafo de quién sabe qué autor de renombre. La cola era casi tan larga como media feria entera. No pude resistir la tentación de acercarme para averiguar de quién se trataba. Y no os lo podéis imaginar.
No se trataba de de ningún político de la transición; tampoco ningún premio Miguel de Cervantes; ni siquiera resultó ser ningún novelista español de éxito (ni aún habiéndose tratado de algún creador de best-sellers para las masas).
No. Señoras y señores, el personaje que estaba firmando ejemplares a una entregada masa que aguantaba interminables metros de cola era nada menos que Geronimo Stilton. No, no, no he querido decir su creadora, que sería lo esperable, la italiana Elisabetta Dami, sino un personaje anónimo embutido en un muñeco con una cabeza de ratón con anteojos.
Que sí, vale, que podría ser que a la escritora le diese por venir a firmar libros disfrazada del personaje de su libro. No sería la primera vez que lo hace. Pero es que poco más adelante se repetía la escena con un muñeco grotesco de Greg, el personaje del diario con el mismo nombre.
Todo sea por los niños
Pero, ¿realmente era por los niños? Pues mayoritariamente, no. Había gente de todas las edades, y una concentración de adultos mayor de la esperable.
¿Es acaso malo que haya más interés por un muñeco de peluche que por hablar aunque sea un par de minutos con una mente realmente brillante, aprovechando así una oportunidad que no se da todos los días? Tampoco diría eso. Tiene que haber lugar para la seriedad, las ideas brillantes, la fantasía, y los disfraces de peluche.
Sin embargo, creo que la foto general de esta edición de la Feria, donde todo el interés estaba volcado en literatura no demasiado trascendente y donde las letras producto de las manos expertas y cultivadas estaban relegadas al abandono, es un síntoma de la dirección a la que navegamos como país; y esto es ahora, que aún no se han empezado a notar los despropósitos educativos impuestos por el actual gobierno del Partido Popular.
Con todo y con eso, lo reconozco: esta semana volveré a escaparme algún otro día para ver si puedo saborear un poco más (y con una poca más de calma) de la lujuria del papel impreso. Ya veremos si consigo volver con mejor sabor de boca.
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